Como en muchos otros países "renacidos" en la época de las revoluciones burguesas, a mediados del siglo XIX, en Catalunya la Historia real fue substituida en su momento por una colección de leyendas más o menos inspiradas en sucesos históricos o directamente inventadas, cuya función desde entonces ha sido dotar de contenido y sobre todo legitimar una pretensión ideológica, cual es la fabulada existencia de "continuidad histórica" desde tiempos remotos hasta la actualidad de un cierto tipo de país vinculado a valores burgueses (que en realidad son de reciente creación) que pretendían -pretenden- hegemonizar nuestra sociedad.
Entre los mitos alumbrados en esos años fundacionales están por ejemplo la invención de Guifré el Pilós, supuesto primer-conde rey de la Casa de Barcelona independiente de los francos, los orígenes de la literatura catalana en la novela medieval Curial i Güelfa, que sería la más antigua novela de la literatura mundial (en realidad y como demuestra una tesis doctoral no publicada, se trata de un fraude conscientemente ejecutado ya que fue escrita a principios del siglo XIX por Manuel Milà i Fontanals), la leyenda del Príncipe de Viana, adalid y mártir de la causa popular catalana frente a su padre el "castellano" Joan II (cuando lo cierto es que Carlos de Viana fue la cabeza visible del partido oligárquico enfrentado a los intereses populares durante la Guerra civil catalana del siglo XV), la posición unívoca de adhesión a la causa austracista supuestamente mantenida por el pueblo catalán durante la Guerra de Sucesion española como modo de defender sus principios nacionalistas (patraña moderna igualmente inventada durante el Romanticismo y carente de cualquier fundamento histórico, ya que el nacionalismo como tal ideología es fruto de la Revolución Francesa y por tanto posterior en casi un siglo), o la resistencia de las clases burguesas catalanas al franquismo en defensa de su identidad nacional y su cultura propia (cuando es un hecho probado la colaboración política, económica y social de estas con el Régimen fascista español). Todo esto es apenas una reducida muestra espigada al azar en la Historia de Catalunya.
Uno de los mitos más queridos por los historiadores al servicio del nacionalismo catalán es que el Decreto de la Nueva Planta borbónico alumbrado tras la Guerra de Sucesión sojuzgó y arruinó la economía catalana. En sus últimos trabajos de historia económica Ernest Lluch demostró que esto no solo no fue así, sino que la realidad fue exactamente la contraria. La economía catalana decayó en la Baja Edad Media al ser substituida Barcelona por Valencia como cabeza económico-financiera de la confederación de Estados que integraron la Corona de Aragón, y resultó especialmente perjudicada por guerras y pestes durante los siglos XVI y XVII (según el demógrafo Jordi Nadal, en esa época el país perdió el 25% de su población).
Fue precisamente la Nueva Planta, concluye Lluch, quien sentó las bases del lanzamiento de la economía catalana a finales del siglo XVIII y principios del XIX. La acumulación de capital generada por las iniciativas de empresarios como Narcís Feliu de la Penya y su círculo, que Lluch estudió a fondo, fue posible precisamente al abolirse las barreras aduaneras internas entre los viejos reinos peninsulares, lo que creó un gran mercado para las manufacturas catalanas que pervivió hasta mediados del siglo XX. Uno de los santos y señas de la burguesía catalana y de sus proyecciones políticas a partir de entonces será precisamente la petición constante al Estado español de que garantice ese mercado explotado en exclusiva por los fabricantes catalanes mediante medidas proteccionistas, que a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX estarán opuestas y en pugna constante con el librecambismo impulsado por los financieros y terratenientes mesetarios y sureños.
Por lo demás, gracias a la Nueva Planta y otros decretos de carácter fiscal las clases altas catalanas y españolas fueron obligadas por primera vez a pagar impuestos, algo inédito en España. Ese es el verdadero origen de su rechazo a la modernización del Estado emprendida por los ministros de Felipe V y sus sucesores, y del apego a los viejos privilegios y execciones medievales recogidos en los Fueros (en su gran mayoría, falsificaciones destinadas a legitimar los privilegios oligárquicos de los señores rurales, los patricios urbanos y la jerarquía eclesiástica).
El nuevo Estado importado de Francia y sus sucesivos retoques posteriores no acabaron de cuajar políticamente precisamente a causa de esa oposición (las guerras carlistas del siglo XIX y la guerra de 1936-1939 no son otra cosa que momentos álgidos en la secuencia histórica del enfrentamiento entre reformistas y oligarcas), pero las energías económicas liberadas permitieron que en zonas concretas, caso de Catalunya y el País Vasco, se produjeran Revoluciones Industriales locales que funcionaron durante casi dos siglos como locomotoras económicas de España.
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